Economías solidarias para un buen desarrollo
Sociedad

Economías solidarias para un buen desarrollo

Para quienes postulamos la necesidad de reconocer plurales comportamientos económicos, la polémica “más mercado o más Estado” se vuelve incompleta si no incluimos la perspectiva de la sociedad civil o comunidad organizada. Y se vuelve inconsistente si no tomamos en cuenta las relaciones económicas solidarias, sostenidas desde principios y valores que siempre han tenido impacto para explicar los procesos económicos a lo largo de la historia y prehistoria humana.

Pablo Guerra

Uno de los aspectos que manejamos para el marco teórico de una socioeconomía de la solidaridad es la necesidad de comprender la diversas formas, racionalidades e instrumentos económicos que es posible observar en las denominadas “economías plurales”. Debemos a Karl Polanyi, este tipo de apertura más allá de los parámetros que surgen desde la economía de mercado.

Efectivamente, el autor de ‘The Great Transformation’ (1944) pasa a ser de fundamental importancia para comprender la peligrosidad de aquellas posturas pro mercado que comenzaron a hegemonizarse en el escenario político a partir de los 1980s y que se autoproclamarían ganadores luego de la caída de los regímenes de economía centralmente planificada. La recurrencia a un “fin de la historia”, al decir de Fukuyama, sintetiza muy bien esta perspectiva que fue legitimando posturas como las del (mal) denominado Consenso de Washington, con especial impacto en las políticas de muchos gobiernos de la región en la década de los 1990s.

De alguna manera, el escenario de disputa entre partidarios del mercado vs partidarios del Estado, vuelve a posicionarse cada tanto tiempo. El último ejemplo, es el de Milei, autor de una serie de disparates pro mercado del tipo “la venta de órganos es un mercado más” o “la justicia social es una aberración”.

Será ‘democrático’, aquel mercado determinado donde el poder se encuentre altamente distribuido, repartido, desconcentrado y descentralizado entre todos los sujetos de la actividad económica”

Quienes postulamos la necesidad de reconocer comportamientos económicos plurales, somos de la idea que los mercados son constructos humanos, y –siguiendo con la tipología tan usual en la antropología económica- han estado conformados, a lo largo de la historia de la humanidad, por el conjunto de las relaciones de intercambio, reciprocidad y redistribución. De esta manera, tendremos un mercado tan democrático como lo quieran las fuerzas sociales que lo componen. Nos alejamos con ello de la concepción del mercado como un hecho social fundado en las relaciones de intercambio.

Coincidimos con Mingione, además, en que las acciones económicas basadas en el intercambio mercantil se fundan en intereses divergentes. Así, se comprenderá que el comprador querrá obtener su producto al menor precio posible, en tanto el vendedor querrá obtener la mayor ganancia en la transacción. En ese sentido, también coincidimos en que la prueba más elocuente al respecto es que apenas surge una posibilidad para hacerlo, el intercambio pasa a caracterizarse por el abuso. Lo que interesa aquí es que, cuanto más débiles sean los contextos socio-organizativos, es más probable que ello ocurra, y a la inversa: a mayor desarrollo de esos contextos, mayores trabas a la lógica pura de intercambios. De allí la importancia que asumen las regulaciones y las normas de convivencia, mal que les pese a los adalides del libre mercado. Es por eso que, en nuestro libro ‘Socioeconomía de la Solidaridad’, proponemos una Ley del comportamiento abusivo de los intercambios en contextos sociales, que podría rezar de la siguiente manera: “La probabilidad de que las relaciones de intercambio degeneren en abusos comerciales aumenta en relación inversa a la solidez comunitaria de los contextos socio-organizativos de un mercado determinado”.

También viene a nuestro auxilio Antonio Gramsci, de quien rescatamos la propuesta de entender al “mercado determinado” como un constructo específicamente humano, donde se ponen en juego las capacidades, valores y poderes de cada uno de los sujetos que lo integran, dando lugar, por tanto, a innumerables (infinitas) estructuras de comportamiento mercantil.

Esta noción del mercado, que luego sería desarrollada por muchos autores provenientes especialmente de la sociología, será fundamental para comprender al mercado, no como el lugar donde tiene lugar el intercambio entre bienes y servicios, conforme a un determinado sistema de precios que opera regulado por la oferta y la demanda (concepción clásica, que incluyó luego la esfera del Estado, pero siempre haciendo referencia a la lógica de intercambios), sino –a nuestro entender- como “el conjunto de mecanismos interactuantes de las diversas fases de la economía, puestos en funcionamiento en un determinado contexto histórico, por diversos actores individuales y colectivos, con sus propias lógicas y valores, con el afán de lograr, vía el encuentro de productores y consumidores, la satisfacción de múltiples necesidades humanas”.

En todas las civilizaciones existieron los mercados, aunque no el mercado como sistema sostenido por (anti) valores como el egoísmo o la desenfrenada competitividad

Nuestra tesis, sustentada por diversos estudios antropológicos, es que de acuerdo a esta noción, en todas las civilizaciones existieron los mercados, aunque no el mercado como sistema (propio de la modernidad) sostenido por (anti) valores como el egoísmo o la desenfrenada competitividad. El mercado como constructo social nos permite visibilizar no solamente a las relaciones de intercambio, sino también las relaciones propias de la dinámica estatal (sostenidas por tributación y asignación jerárquica, pero además por su papel regulador), así como del sector solidario. Un sector solidario que vuelve a colocar en escena la importancia de los valores, cuando justamente cierta concepción de la economía (el paradigma técnico, al decir de Amartya Sen) renegaba de ellos.

Habida cuenta de lo anterior, surge la importancia de ciertas categorías propositivas como las del “mercado democrático” propuesta por Luis Razeto. Será “democrático”, aquel mercado determinado donde el poder se encuentre altamente distribuido, repartido, desconcentrado y descentralizado entre todos los sujetos de la actividad económica.

Si este concepto de mercado democrático fuera entonces, como pretendemos, una categoría de análisis importante en nuestro esquema, deberíamos destacar que: (a) el tipo más opuesto a éste (un “mercado oligárquico”, donde el poder y la riqueza se encuentra altamente concentrada en determinados sujetos), estaría teniendo especial relevancia en nuestros tiempos, como mostraron autores de la talla de Thomas Piketty; (b) que un importante paso hacia la democratización lo constituyó el surgimiento y desarrollo de las lógicas, racionalidades, relaciones y factores propios del sector regulado (fundamentalmente mediante las instituciones del Estado de Bienestar); (c) que una entera democratización mercantil tendrá lugar sólo en la medida que los tres grandes sectores de la economía (intercambios, regulado y terciario o solidario) puedan participar en pie de igualdad, liberando las potencialidades de todos los sujetos, factores y relaciones económicas. La otra categoría de análisis que quisiéramos exponer en este momento es la de “mercado justo”. La filosofía política, sobre todo a partir de los escritos de Rawls de 1971, ha generado importantes contribuciones sobre el concepto de justicia.

Un mercado justo deberá conciliar los dos principios del individualismo ético que rescata Dworkin (un liberal moderado que bien vale la pena leer): el principio de igual valor, según el cual es intrínseca, objetiva e igualmente importante que los seres humanos lleven vidas prósperas; y el principio de la responsabilidad especial, de manera que “vivir bien” exige tanto un compromiso personal como un entorno social en el cual se respeta y estimula ese compromiso.

De acuerdo a estos principios, se puede llegar a pensar que un referente adecuado sea el del igualitarismo de bienestar, es decir, que todos seamos iguales en satisfacción, placer, etc.. Nuestra posición, sin embargo, es crítica a tal esquema, ya que suele conducir a totalitarismos y a alejarnos de la libertad de opciones que viene de la mano del segundo principio.

Así, Dworkin propone un modelo de distribución igual de recursos, donde nadie “envidie” (en términos económicos) los recursos de otros: “Alguien envidia los recursos de otro cuando prefiere aquellos otros recursos y el patrón de trabajo y consumo que los produce, en lugar de sus propios recursos y elecciones”, expresa.

Este criterio, a nuestro entender, permite que consideremos justo aquel mercado donde cada uno de los sujetos económicos esté conforme por los frutos obtenidos con sus recursos movilizados, partiendo de la base que (a) esos recursos están democráticamente distribuidos y (b) pueden ser pluralmente utilizados y combinados. De acuerdo a este criterio, sostenemos que sólo será legítima la desigual distribución de los ingresos si mediaron razones argumentales por parte de los menos favorecidos para no generar riquezas materiales con los recursos equitativamente asignados.