¿Cómo fue que nos desviamos de lo sustantivo y nos deslumbramos con lo accesorio?
Foto: Matías Lozano
Ambiente

¿Cómo fue que nos desviamos de lo sustantivo y nos deslumbramos con lo accesorio?

Es imposible armar un puzle con piezas de distintas cajas, con distintos tamaños, formas y figuras. Esto es lo que ocurre cuando buscamos conciliar, en un único modelo de desarrollo, bienestar humano, equidad, crecimiento económico y sustentabilidad ambiental. Surgen más preguntas que respuestas y las piezas desparramadas esperan por ser integradas. No llegaremos a un puzle perfecto, pero podemos aspirar a componer un mosaico. La ecología integral puede ser la resina que estamos necesitando para esa difícil -pero no imposible- tarea.

Ana Virginia Chiesa

¿Para qué deberían servirnos nuestras economías? Desde una perspectiva humanista cristiana, el foco debería estar puesto en una economía que sea vehículo para alcanzar las condiciones materiales necesarias para -en conjunto con una multiplicidad de condiciones de base- garantizar la dignidad humana. En términos de Manfred Max Neef, debería permitirnos obtener los satisfactores requeridos, variables a lo largo del tiempo y las culturas, para cubrir las necesidades humanas, que son siempre las mismas: subsistencia, protección, afecto, entendimiento, participación, ocio, creación, identidad, libertad.

Cuando la economía se transforma en un objetivo en sí misma y pierde de vista el servicio que debe prestar a la humanidad; cuando los mercados financieros se separan de la economía real; cuando los cambios en nuestro modo de vida nos llevan a que los satisfactores sean extremadamente más demandantes de recursos y más generadores de residuos que la capacidad de la biósfera para absorber esos efectos; cuando además de demandar todos estos satisfactores accesorios no se logra ni siquiera condiciones de mínima en la satisfacción de las necesidades sustantivas para un número importante de personas, el sistema económico se desvirtúa de tal forma que debería alarmarnos y llamarnos a un consenso social por una acción urgente.

En particular, en nuestra región latinoamericana y caribeña, la más desigual del mundo, “la pobreza y la pobreza extrema alcanzaron valores de 32,3% y 12,9% respectivamente. Es decir que 201 millones de personas no tuvieron ingresos suficientes para cubrir sus necesidades básicas y que, de ellas, 80 millones de personas carecieron de los recursos para adquirir una canasta básica de alimentos”, según datos de la CEPAL. Si esto no nos rompe los ojos (y el corazón, despertando nuestra profunda compasión), no sé qué lo hará. Más aún si consideramos el escandaloso contraste entre estas vidas de precariedad, y las del extremo opuesto, como nos muestran las estimaciones de Oxfam International: el 1% más rico de la población mundial (que equivale a menos de 80.000 personas) tiene el doble de riqueza que otras 6.900.000.000 personas juntas.

En este punto, es ilustrativo citar a Adam Smith: "El rico apenas consume más alimento que el vecino pobre. La calidad puede ser muy diferente y la preparación más delicada, pero, por lo que toca a la cantidad, es poca la diferencia. Pero compárese el espacioso palacio y la gran guardarropía del uno con la mísera choza y los harapos del otro y se hallará que la diferencia en albergue, vestido y ajuar es tan considerable en lo que respecta a la cantidad como a la calidad. El deseo de alimento se halla limitado en todos los seres humanos por la limitada capacidad de su estómago, pero el deseo de conveniencias, aparato mobiliario, ornato en la construcción, vestido y equipaje, parece que no tiene límites ni conoce fronteras".

"El sistema económico se desvirtúa de tal forma que debería alarmarnos y llamarnos a un consenso social por una acción urgente"

Con esto no pretendo escudarnos señalando la responsabilidad del 1% más rico de la población, pretendiendo que el resto no debamos cambiar nada. El contraste entre los extremos es desorbitante, pero entre medio, somos miles de millones las personas que también deberemos reformular nuestro modo de vida más temprano que tarde.

La desconexión entre el sistema económico y el sistema ecológico que lo contiene.

Esta falta de límites en la cantidad y variedad de lo que consumimos ha llevado a que, generación tras generación, el consumo desmedido, devenido en consumismo, lleve a un crecimiento exponencial en la extracción de recursos naturales, en la generación de residuos sólidos y líquidos y en la emisión de gases contaminantes al aire y a la atmósfera. Según la estimación de la Global Footprint Network, el pasado 2 de agosto agotamos la totalidad de los recursos que el planeta puede renovar en un año, y a partir de ese día estuvimos viviendo como deudores ecológicos, y lo haremos así hasta el 31 de diciembre, y así ocurre todos los años, cada vez más temprano.

Todo este crecimiento exponencial, a su vez repercute de tal forma en nuestros ecosistemas (los que soportan la vida humana en el planeta) que estos se ven continuamente degradados. Hemos incrementado nuestras presiones sobre el planeta y sobrepasado todo tipo de umbrales ecológicos, generando varios daños, algunos irreversibles, en el estado de nuestros ecosistemas. En suma, el consumo no tiene límites, pero el planeta sí, y ahí es donde se genera la contradicción. Ya lo planteaba en 1972, un equipo de investigadores del MIT liderados por Donella Meadows en el informe 'Los límites al Crecimiento': "no se puede crecer de forma infinita en un planeta con recursos finitos".

La definición de desarrollo sostenible acuñada por el consenso internacional (Informe Nuestro Futuro Común, coordinado por la ex primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland), procuró resolver esta tensión al relativizar estos límites mediante la organización social y el desarrollo tecnológico, para “abrir paso a una nueva era de crecimiento económico”. Sin embargo, a la fecha seguimos presenciando contradicciones no resueltas entre el desarrollo y la sustentabilidad ambiental, con consecuencias cada vez más visibles (calentamiento global, extinción de especies, exceso de nutrientes en cursos de agua, escasez hídrica, disminución de la población de polinizadores, suelos contaminados, etc.).

Entre la presión que la actividad humana ejerce sobre los ecosistemas y el efecto en su estado, las escalas temporales son diferentes según el problema ambiental del que se trate. Pero en numerosas ocasiones, los efectos en el estado de los ecosistemas no son visibles de forma inmediata. Esto genera un desfasaje, es decir una “demora”, entre la presión y el cambio en el estado del ecosistema. Cuando este cambio por fin se hace evidente, y empezamos a advertir las consecuencias negativas sobre nuestras propias vidas, allí es que se activa la respuesta. La opinión pública pone finalmente el tema en la agenda y presiona al sistema político para que éste lo incorpore en sus prioridades, lo que a su vez repercute en que se destinen más recursos a la investigación en el tema, se movilicen recursos para inversiones para mitigar o atenuar las consecuencias negativas, se busque incidir en las prácticas para minimizar futuras afectaciones, entre otras medidas. Lo preocupante es que muchas veces, para cuando esto sucede ya es demasiado tarde, y terminamos asumiendo el costo de la inacción (económico, ambiental, en salud, y en calidad de vida).

Basta mencionar la reciente escasez de agua en la cuenca del río Santa Lucía, que a su vez llevó a un deterioro en la calidad del agua distribuida a los hogares e industrias abastecidas por esa cuenca, al punto que dejó de ser potable por un tiempo y obligó a la población del área metropolitana a incurrir en gastos defensivos como comprar agua embotellada, con impactos dispares en el costo de la canasta de consumo según el nivel de ingreso del hogar. Esto sin entrar en los impactos negativos sobre las actividades productivas que usan el agua como insumo.

Desde una visión antropocéntrica es inminente atender estos problemas en tanto tienen o tendrán consecuencias negativas tangibles en nuestras vidas, y en mayor medida en las vidas de poblaciones más vulnerables y menos resilientes, lo que profundiza aún más la desigualdad. Y si nos movemos a una visión biocéntrica como postulan las corrientes de sustentabilidad más fuertes, debemos actuar también en nombre del valor intrínseco de la naturaleza (no solo por la utilidad que ésta le presta a la humanidad).

Hasta aquí he planteado (de forma muy resumida) el nudo del asunto. Pero lo que se propone este artículo, además de sacudirnos un poco, es aportar a nuestras utopías, no como una quimera, sino en el sentido que el humanismo cristiano le otorga a la palabra, como un lugar bueno hacia el cual caminar, que requiere sí un esfuerzo de gran magnitud, pero que es alcanzable y nos sirve de guía e impulso.

Posibles vías de salida, dentro y fuera de la lógica del modelo actual

La carta encíclica Laudato si’ del papa Francisco sobre el cuidado de la casa común, del año 2015, plantea de una forma admirablemente clara la mirada de la ecología integral. Dirigiéndose no solo a creyentes sino a “todas las personas de buena voluntad”, hace “una invitación urgente a un nuevo diálogo sobre el modo como estamos construyendo el futuro del planeta. Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos”. Así, concibe a la ecología integral como un nuevo paradigma de justicia, una ecología que "incorpore el lugar peculiar del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea". De hecho, no podemos "entender la naturaleza como algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida”. La ecología integral tiene su fundamento en el hecho de que todo está conectado. Por ello ecología y justicia social están intrínsecamente unidas.

El reciente documento Aportes desde la ecología integral al abordaje de los desafíos ambientales en Uruguay, elaborado por el grupo de ecología integral del Instituto Humanista Cristiano Juan Pablo Terra, busca plasmar de qué forma la identidad humanista cristiana se intersecta con los desafíos actuales de Uruguay en términos de sostenibilidad y aporta elementos que podrían ser valiosos para la construcción colectiva de respuestas.

Una posible salida a todas estas tensiones es la propuesta del desacople, que típicamente se presenta como una separación del rumbo del crecimiento económico respecto del de la extracción de recursos naturales y de la generación de residuos. Esto es, crecer más extrayendo menos recursos y generando menos residuos. La economía circular, el desarrollo tecnológico y la incorporación de la naturaleza al mercado a través de incentivos económicos, son formas de ir hacia ese desacople. Más aún, podemos aspirar a desacoplar la mejora en el bienestar respecto del crecimiento económico (generar más bienestar con un mismo crecimiento).

Ante esta confianza en los mecanismos de mercado, en la eficiencia y en el desarrollo tecnológico, enseguida se despierta un sentido de precaución, un secreto a voces muchas veces callado para no apagar la máquina: ¿será suficiente el desacople que podamos lograr? ¿o tenemos que además pensar en un cambio de raíz en nuestro modo de vida? Allí nuevamente encontramos algunas pistas en la Laudato Si’, que inspirada en San Francisco de Asís, trae a colación el concepto de sobriedad o austeridad.

"Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla (…), nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo. La pobreza y la austeridad de San Francisco no eran un ascetismo meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a convertir la realidad en mero objeto de uso y de dominio".

En consonancia con lo anterior, la economista Kate Raworth nos llama a dejar atrás nuestra adicción por el crecimiento económico y cambiar el objetivo, del PBI a la rosquilla. Una rosquilla cuyo círculo interior es el piso social, determinado por las necesidades humanas, y cuyo círculo exterior son los límites planetarios, el techo ecológico. Según esta autora, una economía sana no debería estar enfocada en crecer sino en prosperar, manteniéndonos siempre dentro de esa rosquilla.

¿Cómo pasar de la situación actual a esta utopía? ¿Cómo lograr una transición ecológica justa? Creo que son preguntas que debemos empezar a hacernos, en especial por los más pobres, por el bien de las generaciones venideras y por respeto a nuestra madre tierra. Hacernos estas preguntas y responderlas con fundamento para seguir componiendo el mosaico, requiere reflexión, pero también requiere más investigación sobre los límites planetarios; investigación empírica sobre formas de traducir un mismo nivel material en mejores niveles de bienestar; desarrollo de modelos macroeconómicos alternativos que indaguen sobre formas en las que una economía podría ser sana sin necesitar del crecimiento económico perpetuo y sin menoscabar la posibilidad de los países menos desarrollados, y de los sectores más desprotegidos de todos nuestros países, de proveerse de los bienes y servicios necesarios para alcanzar niveles de vida dignos. Hace falta participación e involucramiento real de todos los actores de nuestra sociedad. También hacen falta modelos sectoriales y microeconómicos alternativos a nivel de todo tipo de organizaciones. Y para pasar a la acción, y que el cambio sea sustentable, también deberemos modificar nuestros modelos mentales como personas y comunidades, hacia un nuevo modo de vida.